lunes, 3 de noviembre de 2008

El milagro del dibujo



Ramón Guzmán Ramos

Todavía no entiendo por qué mi mamá y mi papá decidieron traerme con la psicóloga. Sé que mi papá no estaba muy de acuerdo y que le decía a mi mamá que es natural que yo me comporte como me comporto; que es por mi edad; que a los ocho años cumplidos los niños somos así de inquietos; bueno, unos más que otros, quizá yo más que los demás, pero nada de qué preocuparse, menos para traerme a una psicóloga que yo ni conozco. Pero mi mamá hasta se peleó con mi papá y le dijo que también por eso yo soy como soy, porque él, mi papá, me  consiente demasiado. 

Ahora estamos en la sala de espera de la psicóloga. Mi papá está hojeando una revista y mi mamá no hace nada; tiene la mirada fija en el piso y está como enojada. Mis papás no se hablan. Desde que salimos de la casa y nos metimos al auto ellos se han quedado como atrapados en el silencio. A veces pienso que es también mi culpa que ellos no se lleven bien, que siempre estén discutiendo por cualquier cosa, por mí, su hijo Tonatiuh al que han suspendido tres días de la escuela por haberme peleado con uno de sexto y por no llevarme bien con mi hermanito Samil y mi hermana Nereida, la mayor.

Le dije a mi tía Citlali, que vive a un lado de mi casa, que mi mamá quería traerme a la psicóloga y mi tía se quedó muy seria, no enojada como hace mi mamá, sino seria, como pensativa, y luego me vio como diciéndome con la mirada que no era para tanto. Yo también creo que no es para tanto. Voy a la escuela todas las mañanas, de lunes a viernes, y hago lo mejor que puedo para aprender cosas y no reprobar. Sólo yo sé el esfuerzo que hay que hacer para aguantar a mi maestro que es tan aburrido y tan enojón, que tanto nos regaña a mi primo Quetzal y a mí porque de repente nos distraemos y estamos ya platicando, echando relajo en el salón. Es que no entiendo lo que dice en su clase: cosas que nada tienen que ver con lo que nos pasa a los alumnos en nuestras casas y en las calles, y simplemente mi cabeza se desconecta de sus palabras y ya estoy comentando con mi primo lo del videojuego que nos toca jugar en la tarde, o distrayéndome de lo lindo con Dulce.

Yo tengo nueve años cumplidos, mi hermanito Samil tiene tres y mi hermana Nereida va a cumplir dieciocho en unos días más. Samil casi no ha crecido, está muy chaparrito y apenas hace unos meses que empezó a hablar. Pero es muy inquieto, diría que más que yo, y mi mamá a él no le dice nada, no lo regaña como a mí, y tampoco ha dicho que deba traerlo a la psicóloga. Por eso no lo entiendo, por eso me enojo también con Samil. Y porque desde que nació nomás a él lo prefieren, es el hijo consentido; no quiere mi mamá que ni haga ruido cuando él está dormido; no me deja ver la televisión y me manda a casa de mi tía Citlali para que no lo esté molestando. Pero es Samil el que me molesta a mí; me quita mis juguetes, los avienta por el piso y los destruye; me da patadas a cada rato y se va corriendo a esconderse detrás de mi mamá; a veces me avienta cosas y me lastima. La vez que lo empujé y cayó rodando sobre el piso fue porque me arrojó una naranja que me dio en la nariz y me sacó sangre. Entonces mi mamá agarró un cinto de mi papá y me dio de cintarazos. Nunca quiso saber lo que había pasado.

Uno de estos días oí que mi mamá le dijo a mi papá que yo traía pensamientos sucios en la cabeza y que él tenía que hablar muy severamente conmigo. Pero todo lo que hice fue contar un chiste de Daniel el Travieso, un domingo que comimos todos juntos. Resulta que Daniel llega a la escuela todo desvelado, con los ojos ojerosos y se la pasa cabeceando de sueño. Su maestro lo nota y lo reprende delante de todo el grupo. ¿Qué es lo que te pasa, Daniel?, le dice su maestro. ¿Qué, no dormiste bien o qué? No, maestro, le dice Daniel. ¿Por qué?, le pregunta su maestro. Es que mis papás no dejaron que pegara los ojos, contesta Daniel. ¿Por qué?, le pregunta su maestro, enojado ya. Porque se la pasaron jugando a la lucha libre y haciendo unos ruidos muy raros, dice Daniel. Conté el chiste para que las caras serias de todos desaparecieran y se rieran un poco. La verdad es que en mi familia casi nunca nos reímos. Este Tonatiuh trae un cochinero en su cabeza, le dijo mi mamá a mi papá, a ver si le haces un buen lavado de cerebro. Pero mi papá en vez de regañarme se rió de buena gana con el chiste. Y mi mamá le dejó de hablar todo el día.

No sé por qué en mi casa las cosas no pueden ser como en la casa de mi tía Citlali. Ella nos deja a mi primo Quetzal y a mí que hagamos lo que queramos, siempre y cuando terminemos nuestra tarea y no provoquemos el caos, como ella dice. Vemos la tele, jugamos videojuegos, nos contamos las cosas que nos pasan en la escuela, andamos por la casa sin que nadie nos vigile y hasta podemos ir a la tienda de la esquina a comprarnos algunas chucherías y quedarnos un rato en la calle. Y mi tía no tiene queja de mí. Es que no hacemos nada malo. Simplemente nos deja ser niños; aunque, como digo yo, ya andamos más bien cerca de la pubertad. Lo digo porque a mí me gustan ya otras cosas que no son de niños, como verle la cara a Dulce desde mi asiento en el salón, acercármele en el recreo y preguntarle lo que sea, sentir esa cosa emocionante cuando ella me ve a los ojos y me sonríe, y robarle de vez en cuando un beso rápido. Pero hasta esto le molesta a mi mamá. No sé cómo se enteró que Dulce me gusta, que se aparece muy seguido en mis sueños, que me pone inquieto en clases y no deja que me concentre en la lección aburrida del maestro, que me la paso leyendo poemas de mi libro de Español a ver si me sale escribirle alguno con el que pueda decirle todo lo que siento por ella.

Pasan primero mi papá y mi mamá con la psicóloga. Duran como media hora. No sé qué pasaría adentro porque al salir noto una sonrisa extraña en la cara de mi papá y una mueca fea en la de mi mamá. Que ahora pase yo, me dice la secretaria de la psicóloga. Solo. Volteo a ver a mi papá y él me dice que está bien con la cabeza. De todos modos tengo algo de miedo. ¿Y si de verdad algo anda mal en mi cabeza? ¿Si todas estas cosas que hago y que me pasan son cosas de niños que están perdiendo la razón? Veo a una mujer joven, más que mi mamá que anda traspasando los cuarenta. Me ve con ojos de alegría, con una sonrisa llena de luz, dándome la confianza que no pensé fuera a conseguir por mí mismo. ¿Es la psicóloga?, me pregunto, ¿o es otra de sus ayudantes? Yo soy, me dice, como si hubiera adivinado mi pensamiento. Me lleva hasta una mesita para niños donde hay útiles como en la escuela. Ella se sienta también en su silla para niños. Eso me divierte y me río, pero enseguida me arrepiento porque podría pensar que de verdad estoy medio loco. Pero con su cabeza y con su sonrisa me dice que está bien, que me puedo reír. Si no fuera por Dulce, esta psicóloga podría adueñarse totalmente de mis sueños.

¿Así que te llamas Tonatiuh?, me dice, y yo creo que ya va a empezar el interrogatorio. Sí, le digo, ¿por qué? Para saber cómo llamarte cuando me dirija a ti, me dice, y vuelve a darme confianza. ¿Así son las psicólogas? Yo me la imaginaba como a una mujer grande de edad, con la cara dura, las manos enormes, la mirada fulminante, los pies anchos y el cuerpo de gorila. Pero no. Es una psicóloga a todo dar, buena onda, que me está agradando de a de veras. ¿Te puedo hacer dos preguntas, Tonatiuh? Y me  contestas como quieras, y si no quieres también. A ver, le digo, otra vez con recelo. ¿Cómo te va en tu escuela, tienes amigos allí, y en tu casa cómo te sientes?, me pregunta. Mmmmh, digo, son más de dos preguntas a la vez. Pero le platico todo lo que traigo adentro y ella me escucha sin interrumpirme y sin decirme que tal o cual cosa no está bien. Me siento a gusto que me escuche así. Luego me pide por favor que haga un dibujo. ¿Eso es todo? Sí, un dibujo. ¿Y qué dibujo? A tu familia. Fácil, pienso, y agarro la cartulina y los crayones que están sobre la mesita y termino el dibujo en unos minutos. Lo veo con satisfacción. Es exactamente como quería dibujar a mi familia.

La psicóloga había salido unos minutos por agua y me dejó solo haciendo mi dibujo. Cuando regresa, se lo muestro a ella para ver su reacción. Lo observa unos momentos, primero con tal seriedad que me causa alarma; pero luego me mira como siempre hubiera querido que me mirara mi mamá y me dice sonriendo que me felicita, que es un dibujo muy bueno, que hasta podría ser muestra de un talento innato. Pero todo lo que hice fue dibujar a mi familia como yo siempre deseo que sea: una familia unida, tomados todos de la mano, en círculo sobre el pasto del jardín de enfrente de mi casa, con el sol asomándose por entre las montañas lejanas, sonriendo todos, queriéndonos todos como de verdad yo los quiero. La psicóloga me da un abrazo y un beso en la mejilla y me pide que salga unos minutos, que les diga a mis papás que es su turno otra vez; que no me preocupe, que todo está bien conmigo, que todo se pondrá bien en mi casa. ¿Y todo por un dibujo?, pienso. Como si fuera milagro.

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