José de Jesús Valdovinos Capistrán
El profesor debe apoyar en la formación de hombres que puedan volar hasta las cumbres más altas, aunque no tengan alas, que peleen por sus derechos aunque se los quieran conculcar los detentadores y abusadores mafiosos del poder.
El profesor debe ayudar a que los seres humanos, por su propia conciencia, por sí mismos, puedan decidir batirse contra el rebaño de hijos de la tele que creen todo lo que los cuentacuentos de Teidiotiza y de Tebazteca les digan y lo crean ellos.
No debe el profesor dejar que los unzan al yugo mercenario, cómplice, para que todo siga igual y que los que nos engañan, los que nos roban, lo sigan haciendo a su gusto y que nosotros estemos de acuerdo.
Debemos formar hombres que reafirmen su personalidad, no gentes que atraviesen el mundo cuidando nomás su sombra, sin ser ellos nunca.
Formar seres individuales y colectivos con identidad, que con placer digan soy yo, somos nosotros, frente a los demás, que camina y son simples rebaños de los deseos de los otros.
El profesor debe hacer seres que no se borren en los demás, que como pueblo, como grupo, no se embadurnen con los otros sino que los encabecen, con ellos crezcan, avancen, hacia el poder popular.
Seres que se resistan, que critiquen, que vean opciones, que caminen en la vida de lucha, que se formen en el ejercicio de nadar contra la corriente impuesta por los poderes fácticos; seres derechos, firmes, no hipócritas que se adapten como las lombrices, sino que crezcan como humanos.
Que la dignidad sea su bandera, que sean calurosos con la vida, con los demás, que conquisten los honores de ser singulares, flexibles, pero con la mira alta y firme.
Hay que vivir para los demás no de los demás, mandar obedeciendo, como decía el subcomandante en su tiempos heroicos, no en los agachados que luego tuvo y tiene, como esquirol de los poderosos se dé cuenta o no de ello.
Hay que formar seres individuales y colectivos, arrojados, que brillen con luz propia, con los demás; seres de fuego en la sangre, de corazón bien puesto y de cerebro bien frío, que se emocionen en los demás y con ellos.
Que asciendan a la propia dignidad, que resistan, que nunca los borren ni los destiñan, que su brillo sea con firmeza y luz, como cristal de roca.
Que creen su vida y sirvan a un ideal, que perseveren en su ruta, que se sientan dueños de sus acciones, que se puedan templar con los grandes esfuerzos, seguros, leales, fieles.
Que no se obstinen en el error, que no traicionen por 30 monedas, que la inconstancia no los marque, que la ingratitud no sea su sello.
Que sean respetuosos en la victoria, pero que dignifiquen la derrota, que peleen ante todo, aunque no siempre se pueda ganar, pero se hace ejercicio, se mantiene el músculo alerta.
Que la línea que sigan sea firme, que pongan la mirada en lo alto y lejos, que su armadura los proteja ante los embates de lo cotidiano, lo superfluo.
Que movilicen a la gente y con ella vayan hacia el progreso, al que como seres humanos tenemos derecho.
Todo ello en una adaptación actualizada siguiendo a José Ingenieros, p. 107 y 108, de El Hombre Mediocre.
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