Ramón Guzmán Ramos
Incontables y de diversa índole han sido las interpretaciones que se han hecho sobre la novela única de Juan Rulfo. Pedro Páramo podría ser vista, por ejemplo, como la historia de una ambición personal, desmedida y sanguinaria, que no repara en medios para lograr sus propósitos; el modo como en el México porfiriano se podía despojar a los demás de sus tierras y hasta de sus propias vidas, y hacerse de un imperio feudal, sobreviviendo hábilmente a la Revolución con el simple hecho de cambiarse de piel.
Y podría ser también la novela de los mitos rurales, que subyacen en lo más profundo de la historia y la condición humana, entre ellos el de la muerte. La muerte como continuación de la vida. Una dimensión limbal donde los muertos no se han olvidado de cuando estaban vivos y tienen, al mismo tiempo, conciencia plena de su condición de muertos; donde se siguen padeciendo los mismos agobios de la vida, especialmente la nostalgia. La creencia en el más allá como la extensión natural de este valle de lágrimas. La muerte como purgatorio: sólo teniendo a deudos que recen mucho por uno se puede abrigar la esperanza de salir de allí alguna vez, aunque la esperanza pueda convertirse, a su vez, en otra fuente de desdicha. O la historia de Comala, un pueblo donde todos están muertos, lleno de ánimas en pena, habitado por los ecos del pasado, por los rumores apagados de la vida. Allí ya no hay nadie que rece por nadie, ningún vivo que diga una plegaria por los muertos.
Yo he hecho un sinfín de recorridos por las calles desoladas de Comala. Y en cada incursión a ese mundo de sombras algo se ha quedado allá de mí. Muchos de mis pasos por esos Círculos de Dante, digo, de Rulfo, se han de haber convertido también en ecos difusos, en extravío del recuerdo. A veces me despierto con un sobresalto en el alma. Y es que temo haberme quedado allá para siempre. Digo para siempre. Como Juan Preciado, que llegó a Comala en busca de su padre y lo único que encontró fue el foso donde se guardaban sus orígenes. Aunque a decir verdad, estando allá el miedo desaparece. Ya nada le puede dar miedo a los muertos. Lo cierto es que uno se puede sentar sobre cualquier tumba a escuchar en el vacío del viento cómo se remueven los cuerpos con la humedad, cómo recuerdan sus vidas de vivos y el momento en que pasaron a ser despojos. Ellos se platican de tumba a tumba, por debajo de la tierra, de manera que las voces no encuentran aire por dónde llegar a los oídos y por eso se escuchan en la cabeza de uno como surgidas del sueño. Fue allí donde escuché la voz melancólica de Pedro Páramo. Digo que escuché nomás su voz porque es lo único que ha quedado entre los huecos oscuros de las piedras, entre los terrones desparramados del pueblo. Y ni siquiera su voz viva. Apenas el eco, la sombra triste, anhelante, de su voz, el fantasma desdichado de su voz.
Y pienso que hay allí, sobre cualquier otra interpretación, una terrible historia de amor. Una tragedia de amor. La muerte es sobre todo la incapacidad total de crear, de producir, de crearse y reproducirse en el acto humano de darse a los demás. Amar al mundo a través del ser amado. Los atajos sólo conducen al infierno. El infierno en vida y el infierno en muerte. Pedro Páramo ha padecido un interminable infierno de amor.
De Pedro Páramo decía la gente de Comala que era un rencor vivo. Yo digo que ahora es una llaga viva de amor. Como todos saben, Pedro Páramo murió sentado en su viejo equipal, de frente al camino que se llevó a Susana para siempre de su vida. Susana San Juan. Ella fue en realidad la única razón por la que acumuló toda su riqueza a costa de tanto dolor humano.
“Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no me quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti”.
Desde su equipal arroja sus recuerdos, sus pensamientos anhelantes, hasta el principio de la historia, de su vida, cuando era niño y se refugiaba en el excusado para pensar a solas en ella, su Susana de siempre. Era su condena. La vuelta eterna. El principio y el fin coincidiendo en un solo punto, en un solo momento, donde el tiempo se congela y queda atrapado en la eternidad.
“Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo”.
Él la vio partir por ese camino que se hunde en el crepúsculo. Y se quedó allí, también para siempre, reconstruyendo en su soledad la historia de su amor desdichado. Un amor en realidad sin historia. Porque su amor por Susana fue el amor impotente de un señor todopoderoso. Él lo había podido todo. Se hizo de todas las tierras de la Media Luna, su universo feudal. El pueblo entero de Comala le pertenecía. Con todo y su gente. Su voluntad y sus caprichos eran la ley, una ley implacable que nadie se atrevía a desafiar. A diferencia de otros caciques sanguinarios, otros señores feudales que levantaron sus reinos para satisfacer sus ambiciones personales de poder y dominio, Pedro Páramo lo hizo por amor, por su único y eterno amor.
“Sentí que se abría el cielo. Tuve ánimos de correr hacia ti. De rodearte de alegría. De llorar. Y lloré, Susana, cuando supe que al fin regresarías”.
Cuando no quedaba ya nada que desear sobre la tierra, entonces el deseo de ella se apoderó de su alma como un demonio, como un hechizo ineluctable. Era un deseo irresistible. Movió piedra sobre piedra para averiguar dónde estaba, a dónde se la había llevado su padre, Don Bartolomé San Juan, y al fin supo que estaba en La Andrómeda, una mina vieja que se localizaba en los confines del mundo y que era también de su propiedad. Entonces los mandó traer. Luego se deshizo del padre para quedarse totalmente con la hija. “Ése ha sido su mejor trabajo, Bartolomé”.
“¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra? Llegué a creer que la había perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a perder. ¿Tú me entiendes, Fulgor? Dile a su padre que vaya a seguir explotando su mina. Y allá… me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones a donde nadie va nunca. ¿No lo crees?”.
Todos en Comala sabían que Pedro Páramo no había querido nunca a ninguna mujer como a ella. Las había tenido a todas. Había llenado de hijos bastardos las tierras de la región. Pero su corazón y su alma habían sido sólo de Susana. En el pueblo celebraban que ya se la habían traído loca. Ése sería, después de todo, su castigo. Su amor desdichado e impotente por Susana San Juan. Él hizo todo por conseguirla, por tenerla a su lado, a su disposición. Pero nunca logró asomarse a su interior; que ella lo viera a él y lo amara como él desesperadamente lo deseaba, lo necesitaba. Ella había quedado atrapada quién sabe desde cuándo en otro tiempo, en otra dimensión de la vida, con otro amante.
“Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta”.
Tenerla en su casa, hundida en el fondo de sus habitaciones, en el fondo de su delirio, no hacía sino avivar la llama implacable del deseo. Todo el amor que desde niño lo empujó a la conquista del mundo, a la construcción de un reino feudal para ofrecérselo a ella, no era ahora suficiente para sacarla, para rescatarla de ese abismo, de esos recuerdos que le pertenecían a otro hombre, ese otro mundo hasta donde su poder omnímodo no podía llegar. No podía haber, en efecto, mayor castigo aquí en la tierra y allá en la muerte.
“Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea. En el mar sólo me sé bañar desnuda, le dije. Y él me siguió al primer día, desnudo también, fosforescente al salir del mar.
“El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis músculos; rodea mi cintura con su brazo suave; da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer sin dejar pedazo”.
Y mientras Pedro Páramo la ve retorcerse sobre su cama, con los recuerdos puestos en otra vida, sufriendo por otro amor, saboreando la nostalgia por el hechizo de otra piel, consumiéndose en la llama fosforescente de otra sombra, se le desgarra el corazón. Su amor nada puede ante aquella criatura que ama tanto y que sufre su delirio en otra zona de la realidad. Susana padece su locura de amor encerrada en sí misma, sin dejar que nadie se asome a su alma atormentada. En el mundo exterior, Pedro Páramo la ve con ojos de sangre, deshaciéndose en pedazos, arrojando en cada suspiro un soplo de vida, muriéndose con ella.
Comala, como sabemos todos los que nos hemos adentrado alguna vez entre sus calles y sus plazas desoladas, sus callejones murmurantes sin salida, es un pueblo lleno de ecos. Como si se hubieran quedado encerrados en las grietas de las paredes o debajo de las piedras. Los ecos que persiguen los pasos. Los crujidos del silencio. Las risas viejas, cansadas de tanto sonar en la nada. Hay ecos viejos y ecos recientes. No sé si los míos, los ecos de mis pasos, hayan envejecido ya hasta formar parte de esta multitud de sombras.
Era la hora en que el sol abandona con tristeza la ciudad de polvo, cuando las sombras de los que alguna vez fueron humanos saltan a la calle y toman por asalto la noche. La hora en que los pasos salen en busca de sus ecos. La hora en que me acuerdo de Pedro Páramo sentado en su equipal y puedo escuchar sus pensamientos:
“A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y a donde no llegan mis palabras”.
Para Pedro Páramo cada respiro es un suspiro interminable y todos sus pensamientos están llenos de Susana. Él puede comprarlo todo, incluso la salvación de las almas. Pero no ha podido comprar el alma y el corazón de Susana.
Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla.
Ese mundo extraño de Susana San Juan que Pedro Páramo no llegaría jamás a conocer.
Ella en realidad pensaba en Florencio, su amor irrecuperable. Todo su mundo era de él. Con él se había quedado para siempre. Digo para siempre.
“¿Qué había dicho? ¿Florencio? ¿De qué Florencio hablaba? ¿Del mío? ¡Oh! ¿Por qué no lloré y me anegué en lágrimas para enjuagar mi angustia? ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor, hirviendo de deseos, estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y vuelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora de mis labios sin su boca para besarlos? ¿Qué haré de mis adoloridos labios?”.
Y lo que hizo Susana fue morirse. Quizá pensó que se encontraría con Florencio en esa otra dimensión de la vida que es la muerte, a donde Florencio se había ido ya. Pero no fue así. La muerte tiene también sus propios territorios, sus zonas separadas. Muerta, se quedó más sola que nunca. Digo que más sola porque ni siquiera sabe cuántos pensamos tanto en ella, cuántos quisiéramos abrazarla para darle algo de calor a su tristeza, a su melancolía inmensa.
Al morirse, dejó a Pedro Páramo abismado en su propia soledad, en su inercia mortal, en su dejarse acabar. Muerta Susana, él ya no tenía ninguna razón para vivir. De manera que él también se fue muriendo poco a poco, pedazo a pedazo. Y se llevó a Comala consigo.
Siempre supo que el recuerdo de Susana le serviría al menos para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría al fin todos los demás recuerdos.
“Hace mucho que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta, mirando el amanecer y mirando cuando te ibas siguiendo el camino del cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra.
“Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que están en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego, desapareciste. Te dije: ¡Regresa, Susana!”.
Pero Susana se fue para siempre. Y Pedro Páramo no pudo seguirla ni siquiera en la muerte. Porque no lo enterraron con ella. Debajo de la tierra. Simplemente se desplomó del mundo y de la vida y se desparramó en mil pedazos sobre la tierra seca. Ni en la muerte la pudo alcanzar, tocar, asomarse a su alma atormentada. Su condena sería seguir pensando en ella para toda la eternidad. Ella, su Susana. La Susana no suya. Ni de la muerte. De nadie. Se había enamorado de un vacío tan grande como su melancolía; de un abismo tan hondo y negro como su dolor; de una desesperanza tan inmensa como la muerte. Eso era ahora Pedro Páramo: un dolor tan grande como el abismo de su amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario