martes, 14 de octubre de 2008

Las alas de Quetzalcóatl


Cuento

Ramón Guzmán Ramos

- Papá, cámbiame de escuela.
Habíamos ido al puesto de periódicos y revistas a buscar su Blig Blang de la semana. Es una lectura que no se pierde por nada del mundo. Tiene al menos dos años de haberla descubierto y desde entonces me lleva cada sábado a que se la compre. Además de su contenido ágil y ameno, la revista contiene una gran variedad de textos e ilustraciones de entretenimiento. Una vez que llegamos a casa, se tiende sobre su cama y se pasa unas dos horas atrapado entre historietas de terror y de héroes increíbles, aprendiéndose de memoria los chistes y las adivinanzas que trae cada número; asombrándose con la información que lo hace ver el universo, a la gente que lo rodea y la que está lejana y no conoce, de otra manera. Fue en uno de los números de esta publicación que descubrió algo sobre el personaje mítico y real del que tomamos su nombre para bautizarlo. 
- Papá, ¿por qué me pusieron el nombre de Quetzalcóatl? –me soltó la pregunta un domingo que estábamos a la mesa con su madre y sus dos hermanas mayores. 
Tuve que confesarle que en realidad yo había pensado en otros nombres, como Prometeo, por ejemplo.
- ¿Prometeo? Hubiera renunciado a ese nombre ahora que estoy grande y puedo decidir.
- ¿Grande? –exclamó su hermana Larissa, la mayor, la que está en la Universidad, en la Escuela de Letras, cursando Tercer semestre.
- Ya voy a cumplir diez años –dijo con orgullo Quetzalcóatl.
- ¿Y eso qué? –dijo su otra hermana, Amaranta, que está en el primer semestre de Psicología-. A los diez años todavía se es un niño.
- Yo ya no soy un niño. Soy un púber. Y estoy en quinto de primaria.
- ¿Y por qué Prometeo? –preguntó Larissa-. ¿Por el Prometeo encadenado?
- A ver –dijo Citlali, mi mujer, dirigiéndose a mí con un aire inquisitivo-, diles por qué.
- Bueno –empecé a explicar, con un tono un tanto didáctico que tuve que abandonar de inmediato ante las miradas acusadoras de mi familia-, porque Prometeo fue un dios de los antiguos griegos, quien hizo a los hombres con arcilla que mojó y amasó con sus propias lágrimas; pero, además, cuando vio que los hombres estaban desprovistos de las cualidades que tenían los animales para sobrevivir, entonces decidió entrar a hurtadillas al Olimpo para robarle a Atenea y a Hefesto la sabiduría de las artes y el fuego, que luego entregó a los hombres. Y les enseñó también cómo construir barcos y velas para la navegación; a observar las estrellas y descubrir en ellas el hilo interminable de nuestros orígenes y nuestro destino; a dominar el arte de contar las cosas del mundo y a escribir; a detectar los metales debajo de la tierra; incluso, cómo preparar alimentos nutritivos, así como ungüentos y otros remedios para los dolores. Digamos que fue el dios que creó a los hombres y los ayudó a constituirse en una civilización.
- Y por eso fue castigado –dijo Larissa.
- ¿Lo castigaron? –exclamó Quetzalcóatl- ¿Quién lo castigó?
- Zeus –dijo Larissa-, que era algo así como el padre de todos los dioses.
- ¿Por qué lo castigó? –quiso saber Quetzalcóatl.
- Porque Prometeo desafió a Zeus –dijo Larissa, quien se estaba haciendo cargo en mi lugar de las explicaciones históricas-, ya que Zeus quería destruir a los hombres, y Prometeo, al dotarlos de las cualidades que les robó a los otros dioses, los salvó. Fue un acto de extrema generosidad de un dios por sus criaturas.
- ¿Y cómo lo castigaron? –siguió preguntando el menor de mis hijos.
- Lo encadenaron a una gran roca en el Cáucaso –dijo Larissa.
- ¿El Cáucaso? –preguntó Amaranta.
- Sí –dijo Larissa-, una cadena montañosa ubicada entre Europa y Asia Menor, entre el Mar Negro y el Mar Caspio; y un águila le devoraba todos los días el hígado.
- ¿Todos los días? –gritó Quetzalcóatl con horror.
- Sí, porque Prometeo era inmortal. Entonces, le sanaba la herida y el águila volvía cada vez a abrirle las entrañas.
- ¿Y así querías ponerme de nombre Prometeo? –me preguntó mi hijo, con una mirada de pasmo y de reclamo en sus ojos.
- Finalmente –dije-, el castigo no sería eterno. Hércules pasó por allí con los argonautas y de un flechazo atravesó e hizo caer al águila; soltó enseguida las cadenas de Prometeo y lo liberó, llevándoselo con ellos.
- El caso es –dijo Citlali-, que yo no le permití a tu papá que te pusiera ese nombre. Tenía que ser Quetzalcóatl.
- El mismo día en que te registramos –dije- lo íbamos discutiendo con tu mamá. Pero en cuanto llegamos y la secretaria nos preguntó cómo quería que te pusiéramos, ella simplemente le dijo que Quetzalcóatl, y allí se acabó la discusión.
- Ay, mamá –dijo Amaranta-, qué autoritaria.
- ¿Autoritaria? ¿Por qué?
- Porque finalmente de nada sirvió el debate entre tú y mi papá –dijo Amaranta, quien suele mantener posturas firmes pero hasta después de haber ponderado bien sus puntos de vista-. Debieron buscar otra forma para tomar la decisión final. Quizá esperarse un poco más y consultar a otra gente.
- Pues yo creí que habíamos agotado todos los argumentos y que era hora de tomar la decisión. Además –agregó, mirándome directamente a los ojos-, no les has dicho a tus hijas que fuiste tú el que escogió sus nombres.
- Sí –dije-; Amaranta, por el personaje de Cien Años de Soledad; y Larissa, por El Doctor Shivago.
- Entonces estuvo bien –dijo Larissa-. Ya le tocaba a mi mamá escoger el nombre.
- ¿Y por qué Quetzalcóatl, mamá? –preguntó Amaranta.
- Yo leí –dijo mi hijo- que fue un dios de los antiguos habitantes de México.
- ¿Dónde leíste eso? –preguntó Larissa-, ¿en tu libro de Historia?
- No, en mi revista Blig Blang.
- Pero que sea mi mamá la que nos explique –dijo Larissa-, a ver su valen sus razones.
- Bueno, sí –dijo mi mujer, mirándome con una chispa de inteligencia en sus ojos-, pero antes quisiera que tu papá, Quetzal, te leyera lo que te escribió algunas semanas después de que naciste.
Yo sentí un estremecimiento que me sacudió ante mi familia. Fue como un relámpago que en silencio rasgó la oscuridad en que se encontraba mi memoria. Sin decir más, subí corriendo hasta donde se encuentra mi estudio y hurgué con cierta desesperación en uno de los cajones del mueble de la computadora. Entre carpetas y papeles encontré el sobre blanco rotulado con el nombre de mi hijo. Regresé agitado a la mesa del comedor. Habíamos terminado de comer y estábamos ya tomando un agua fresca de pepino que nos había preparado Amaranta. Abrí el sobre y saqué las hojas con inocultable emoción. Empecé a leer. Mi esposa y mis hijas me escucharon con atención, pero la actitud de mi hijo fue de perplejidad, de una cierta reverencia que se le volvía amor filial manifiesto en la medida que yo avanzaba en la lectura.
Hijo: Hubo un tiempo, remoto ya, como las raíces que se prolongan en el abismo, en que las fuerzas misteriosas de estas tierras eran gobernadas con anarquía por la voluntad confusa y atolondrada de otros dioses. Nuestros dioses. Ellos nacieron a la vida de una placenta oscura. Llegaron rasgando las tinieblas desde el origen perdido del tiempo. Hicieron estallar sus cuerpos en gritos de luz para que el fuego se prendiera de los ojos hundidos del universo y pudiera la vida llegar a ser como es, como todavía quisiéramos que fuera. Y de entre todos, hubo uno que se hizo hermano del hombre. No sólo su creador. Se arrojó al fuego del horno divino, el Teotexcalli, y su sangre hecha cenizas le dio vida al Quinto Sol. Descendió hasta el reino de las sombras, allí donde los muertos se enfrentan a los torbellinos de piedras, a los animales que traen la furia inconfesada del alma, a los vientos que abren la piel y el sueño con el filo rojo de la obsidiana, y se encontró con Mictlantecuhtli, señor del inframundo. Recogió los huesos rotos de los hombres antiguos y se los llevó cargando hasta Tamoanchán, lugar donde Cihuacóatl los molió en una vasija divina. Y entonces él arrojó sobre el polvo reposado su fluido hirviente, blanco y espeso, luminoso y profundo como la Vía Láctea. Pero el hombre miró sus manos y probó el vacío. Miró sus pies sobre la tierra dura y se llenó de tristeza. No había nada en el mundo que pudiera saciar su hambre de siglos. El dragón con garras de jaguar y escamas de viento descubrió a la hormiga roja que llevaba un grano de maíz sobre el peciolo. De serpiente alada, trueno y resplandor de rayo, se transformó en hormiga negra, hormiga espía, hormiga madre, y siguió con sigilo a la hormiga obrera, la sin alas, la de abajo, hasta el cerro de las mieses, el Tonacatépetl, para robarse un grano de maíz y convertirlo en alimento perpetuo de los hombres. Luego, descendió del cielo en una nave de viento y se posó sobre la pirámide de nube, la de la mirada blanca. Probó el sabor de la tierra y el corazón del hombre y se volvió humano. Pero hubo un dios de la oscuridad, un demonio sediento de sangre, llamado Tezcatlipoca, que exigía su cuota de sacrificio y el trono de flores. Fue este dios negro, el espejo humeante que todo lo deforma, quien lo hizo pecar ante su pueblo y tuvo que exiliarse en el otro lado del mar. Entonces, cayó sobre la tierra una nueva era de horror. Él prometió que volvería a recuperar su corona y su dignidad. Y es hora que no se ven sus signos en la lluvia. Él fue el creador del Quinto Sol y de la nueva humanidad; descubridor y dador del maíz; inventor de un tiempo que renace de su propia muerte; pájaro que simboliza el cielo; serpiente que es el agua celeste o la lluvia de nube; caracol cortado que atrapa y le da fuga al viento; aliento divino; viento rumoroso de estrellas alegres; generación de movimiento; totalidad del universo; los cuatro puntos cardinales y el agujero negro en el centro; Venus como estrella que anuncia el día y que se instala en la noche; deidad dual; juego y rayo celeste; gemelo precioso; sacrificio de sangre; lluvia que danza sobre la faz dichosa de la tierra; serpiente emplumada... Quetzalcóatl. 
- Ay, papi –dijo Amaranta-. Te inspiraste.
- No por nada es maestro de Literatura en Bachilleres –dijo Larissa.
- El caso es –dijo mi esposa- que su papá, una vez que aceptó con gusto que nuestro hijo se llamara Quetzalcóatl, se dedicó a investigar sobre el nombre. Dijo que alguna vez nos preguntaría por qué lo llamamos así, como ha sucedido, precisamente, ahora, y que había que estar preparados. Fue cuando se le ocurrió escribirle un texto para cuando llegara la ocasión. Y ha llegado, a los diez años del nacimiento de Quetzalcóatl.
Completé la información explicándoles que Quetzalcóatl es un nombre que proviene del náhuatl, formado por dos raíces: quetzal, que es un ave de hermoso plumaje que habita en la selva centroamericana; y cóatl, que significa serpiente. Se traduce entonces como Serpiente Emplumada, lo que repta y lo que vuela, la totalidad del mundo y del universo. Es la advocación de uno de los dioses más importantes, como ha dicho mi hijo, de los antiguos habitantes de México, probablemente desde los olmecas y los toltecas. Los aztecas lo adoptarían también como su dios cuando llegaron a lo que sería la gran Tenochtitlan. Y los mayas lo hicieron suyo como Kukulkán. Pero es también el nombre de un rey de Tula que vivió entre los años 947 y 999 de nuestra era. Un rey sacerdote muy sabio que, como Prometeo, les dio a los hombres los elementos necesarios para constituirse en una civilización, empezando por el maíz.
- ¿Cuál de los dos dioses es entonces mejor: Prometeo o Quetzalcóatl? –preguntó Amaranta.
- No creo que haya comparación –dije.
- ¡Claro! –exclamó Larissa-. Cada dios era lo más importante para sus pueblos: uno para el griego y el otro para los antiguos mexicanos.
- Cada uno –dije- tenía sus propias cualidades, su propio valor, como los pueblos que los veneraban, y también sus propios defectos. No hay culturas más importantes que otras, o mejores que otras. Quizás más desarrolladas. Pero el desarrollo, como lo vemos ahora, no es garantía de un mayor nivel de humanización.
- ¿Entonces nada más son diferentes, me refiero a las culturas? –dijo Amaranta.
- Sí –estuve de acuerdo-. Cada cultura reúne todo lo sustancial que ha creado una sociedad a lo largo de su historia: sus valores, sus costumbres, sus tradiciones, sus formas de organización, sus ideas y sus conceptos sobre la vida, sobre el mundo, sobre el universo: su cosmovisión. Cada cultura es diferente a las otras. Ni mejor ni peor. Sólo diferentes. Podemos estudiarlas y ver sus elementos positivos y negativos. Pero no podemos valorar unas en función de las otras.
- ¿Entonces igual podía haber sido Prometeo que Quetzalcóatl? –dijo Amaranta.
- Pues sí –dije yo-. Quizá la ventaja es que Quetzalcóatl era un dios de estas tierras. Pero igual hay que considerar que las culturas se desarrollan en contacto las unas con las otras, incorporando elementos de las demás. De hecho, nuestras culturas en Occidente tienen una gran influencia de la cultura griega antigua.
- Cuando yo tenga mi primer hijo –dijo Amaranta- le pondré Prometeo y con eso tendremos los nombres de los dos dioses que tanto nos han inquietado, y porque de todos modos mi papá se quedó con las ganas.
- Si es tu deseo, está bien, hija. Pero en lo que hay que pensar ahora es en estudiar y terminar una carrera profesional.
- En mi revista – dijo Quetzalcóatl- decía que Teotihuacan era la Ciudad de los Dioses y que desde allí se construyó el universo y se creó al hombre. ¿Quiere decir que ya estaba cuando llegaron los aztecas?
- Oh, sí –dije-. Es como mil años más antigua que los aztecas. Cuando ellos llegaron a estas tierras y construyeron Tenochtitlan, Teotihuacan tenía como setecientos años de haber sido abandonada. Es un misterio lo que sucedió con ella. Se dice que en sus momentos de mayor esplendor llegó a tener unos doscientos mil habitantes, y de pronto algo pasó y los teotihuacanos simplemente desaparecieron de la faz de la tierra.
- ¿Cuántos son ahora en ese Distrito Federal que bulle y rebulle como un hormiguero frenético? –quiso saber Larissa.
- Bueno –dijo Amaranta, con un aire de académica que se le desvanecía de inmediato con su sonrisa suave-, en el conteo de población y vivienda de 2005 se registró que son casi nueve millones de habitantes, sin contar la zona metropolitana.
- ¿Cómo puede vivir tanta gente en tan poco espacio? –exclamó Larissa.
- Pues como viven –dijo Citlali-, creciendo hacia arriba hasta molestar el cielo y tolerándose los unos a los otros.
- Yo sé lo que es la tolerancia –dijo Quetzalcóatl-, lo leí también en mi revista ahora que fueron las elecciones. La tolerancia es aceptar que otras personas pueden ser diferentes a nosotros, pensar distinto, vestir distinto, tener otras religiones, y no por eso son nuestros enemigos.
- ¡Órale! –dijo Amaranta-. Pues sí, no nos queda sino aceptarnos como somos en esta vía láctea.
- ¿Vía láctea? –preguntó Larissa.
- Sí –confirmó Amaranta-, en todo este enorme remolino humano que es el país.

- Papá, cámbiame de escuela.
A sus diez años, Quetzalcóatl es un muchacho precoz en todos los sentidos; irreverente, con un sentido del humor que divierte a la gente que está a su alrededor pero que igual la puede incomodar; con una curiosidad insaciable sobre las cosas de la vida y del mundo; solitario y sociable al mismo tiempo; locuaz y silencioso; amante irrenunciable de las historias de terror, pero con un miedo incontrolable a que llegue la noche y se quede solo con sus pesadillas; le encanta la lucha libre pero lo que practica es el tae kwon do; le gusta mucho leer pero sólo lo que él escoge; dice que le gustaría ser astronauta para ver la Tierra desde el espacio exterior y estar en contacto directo con esa maravilla que es el universo; le gusta la música de los Beatles y navegar en el ciberespacio para visitar planetas desconocidos. Es como esa dualidad divina y oscura en que se desdoblaba el dueño original de su nombre.
Tuvo que luchar con denuedo desde que estaba en el vientre oscuro de su madre para abrirse camino hacia la luz. La ginecóloga que atendió a Citlali nos dijo que el feto estaba atrapado entre cuatro puños negros que amenazaban con asfixiarlo, cuatro bolas que crecían con siniestra rapidez y que se cerraban alrededor del pequeño cuerpo. Eran, nos dijo, cuatro tumores que ponían en peligro la vida de nuestro hijo. Pero el bebé creció y se formó con mucho amor y venció a esos monstruos sin rostro y sin extremidades que querían arrojarlo a las tinieblas. 
Cuando llegó al mundo, sus hermanas, que andaban entre los nueve y los diez años y medio, respectivamente, lo recibieron con gusto y dispuestas a convertirlo en objeto permanente de su adoración, aunque con el tiempo se ha vuelto desafiante, rebelde, inquieto, como si algo le desasosegara el alma. Yo le digo a Citlali que es por la edad. Quetzalcóatl, en efecto, está dejando su etapa de la infancia y ha entrado a esta etapa de transición a la adolescencia que es la pubertad. Por eso es tan natural que quiera, aunque sea inconscientemente, construirse una identidad, reafirmar su personalidad. Por eso lo vemos mirándose constantemente al espejo, cuidando con celo extremo su forma de vestir, adoptando los peinados que traen los muchachos mayores que él, interesándose cada vez más por las chicas, aunque dice que las que de verdad le gustan son las van en sexto grado.
En una ciudad como ésta, donde vivimos desde que tenemos memoria, con su paisaje de cantera que solía acogernos con alivio y con sosiego, el viento ha perdido su transparencia y se ha llenado de humo. Es como si todavía estuviéramos bajo el reinado de Tezcatlipoca. Una ciudad convertida en espejo opaco donde nadie se atreve a verse y a reconocerse en su reflejo. Una ciudad invadida por la prisa, por el apretujamiento, por los humores acres que se desprenden de la piel en cada trayecto hacia el punto de partida. Es una ciudad hostil, que puede devorar a sus propios habitantes en un segundo. Por eso las calles se han quedado sin la calma y la alegría de antaño; han dejado de ser ese lugar de encuentro cotidiano y de regocijo de nuestros niños. Los espacios públicos son ahora lugares de paso, ocasiones para la fuga intempestiva, para el estallido inesperado, para el arrebato violento y la tragedia. Es probable que ésta sea otra de las causas de esta conducta extraña que desde hace semanas muestra Quetzalcóatl. Las calles son territorio enemigo, zona de peligro, a las que hay que arrojarse con las armas dispuestas. Y los padres preferimos que nuestros hijos se queden en sus casas. Los obligamos a quedarse. La casa como lugar de cautiverio.
Si alguna característica define en estos días a Quetzalcóatl es el desafío, la irreverencia, el enfrentamiento directo con todo lo que represente algún tipo de autoridad: sus hermanas mayores, su madre, su padre que a veces le tiene que hablar con seriedad para que inhiba esos impulsos. Prometeo desafió la autoridad de Zeus para darles el fuego y la sabiduría a los hombres, para que las civilizaciones se hicieran sobre la faz de la tierra. Pero fue terriblemente castigado por ello. Y Quetzalcóatl, el rey sacerdote, tuvo que aceptar el desprestigio y el exilio por haber sembrado en estas tierras la semilla de la liberación. ¿Vale la pena el castigo cuando alguien sigue sus propios impulsos, cuando desea ser consecuente con sus principios? Puede ser, me digo, le digo a veces a Quetzalcóatl cuando me siento con él a tratar de explicarle que la rebeldía, el desafío, deben tener alguna razón válida para que se justifiquen, o tienen el peligro de devenir en caos, en destrucción sin sentido. 

-Papá, cámbiame de escuela.
Le hablo por el celular a Citlali para decirle que vamos a llegar un poco tarde, que necesito hablar con nuestro hijo para aclarar esta situación que me acaba de presentar. Nos detenemos en una nevería y le digo que pida su nieve gigante de limón y cacahuate, como a él le gusta, y que me pida a mí una sólo de limón. Nos sentamos a la mesa que está dispuesta a la orilla de la acera, bajo una sombrilla enorme que nos da algo de sombra fresca. Desde aquí vemos pasar el frenesí de los autos y de la gente. Por un momento me dan calosfríos ante la idea de que nosotros éramos parte de eso hace apenas unos minutos.
- ¿Por qué quieres que te cambie de escuela? –le pregunto, seriamente preocupado-. ¿Alguien te molesta?
- Es el maestro –me dice, entrándole ya con gusto a su copa de nieve.
- ¿Qué pasa con tu maestro? –le pregunto, alarmado-. ¿Te molesta de alguna manera? ¿Te acosa?
- ¿Qué significa acosar?
- Que te persigue para conseguir algo de ti.
- ¿Como qué, papá? 
- No lo sé. Cualquier cosa. Algún favor especial que no sea bueno. Cosas que podrían hacerte daño.
- No. Sólo que es muy enojón. Nos grita mucho, a cada rato, siempre está enojado y se desquita con nosotros.
- ¿Con todo el grupo?
- Sí, aunque con algunos más.
- ¿Contigo?
- Y con mi primo Tonatiuh.
- ¿Qué les hace?
- Nos regaña, no nos deja jugar, ni hablar, ni echar relajo.
- ¿En el salón?
- Sí.
- A ver, a ver, mijo, vamos a ver –le digo, sin ninguna concesión-, una cosa es que ustedes, los alumnos, hagan todo eso que me dices en el recreo, por ejemplo; pero no pueden echarle a perder la clase a su maestro.
- Pero es que de todo se enoja, te digo. Ya está ruco, yo creo que es por eso.
. ¿Te refieres a que es mayor de edad? ¿Como cuántos años crees que tenga?
- ¿Tú cuántos tienes? –me pregunta, para intentar alguna comparación.
- Ando cerca de los cincuenta –le digo, sin entrar en precisiones.
- No, pues mucho mayor que tú; ya viejito, pues.
- En la antigüedad los viejitos tenían una gran importancia en la comunidad –le digo, y mi hijo pone ojos defensivos ante la inminente lección de historia-. Sí, había consejos de ancianos, es decir, como juntas de ancianos donde se reunía toda la experiencia de los mayores y esa experiencia les servía a los reyes y emperadores para gobernar mejor.
- ¿Ah, sí?
- Sí. Imagínate a una persona que ha vivido, digamos, más de sesenta años; cuánta experiencia de vida no habrá en su mente y en su corazón. Antes los abuelitos nos enseñaban muchas cosas sobre la vida.
- ¿Como si fueran maestros?
- Sí, ahora imagínate a un mayor que además es maestro y tiene en sus manos la formación de los niños.
- ¿Pero por qué es tan enojón? Ni tú me regañas tanto.
- Tienes que considerar su edad. Quizá ya no tenga el mismo ánimo que cuando era joven. Además, acuérdate de la tolerancia. Hay que aceptar a los demás como son, aprender de ellos, respetar su forma de ver y de vivir la vida; y en el caso de un maestro como el que tú tienes, estoy seguro que todo lo que él quisiera es que sus alumnos permitan que su clase funcione. Y para el divertimiento y el relajo está el recreo.
- ¿Crees que eso es lo que el maestro quisiera?
- Claro, mijo. Si no, inténtalo. Hagan la prueba. Coméntalo con tus compañeros de grupo. Trata de convencerlos. Y por una vez compórtense atentos, participativos. Y verán cómo se produce el milagro.
- ¿Qué milagro?
- El de ver a su maestro tal como es, y cuánto en el fondo los quiere a todos ustedes. ¿Crees que podrás hacerlo?
- ¿Qué?
- Lo que te dije, eso de convencer a tus compañeros para que le den chance a su maestro una sola vez de que dé sus clase sin que ustedes se distraigan en otras cosas.
- Sí, yo creo que eso será fácil
- ¿Fácil? –le pregunto con cierta incredulidad.
- Sí –me dice, con orgullo manifiesto, sin dejar de saborear con exquisitez profunda su nieve-. ¿No te había dicho que yo soy el jefe de grupo?

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