Ante la imposibilidad de salir adelante en su país, María Teresa Narváez Castillo abandonó Ecuador el 6 de marzo de 1998, rumbo a Bruselas, Bélgica, y es que ese año inició la segunda oleada migratoria en dicha nación latinoamericana, pues era difícil estudiar, comer y vivir; además de ir a buscar recursos para procurar que sus hijos siguieran estudiando, dos en la universidad, otro en secundaria.
Ella formó parte de los dos millones de ecuatorianos que dejaron su patria entre 1998 y 2000. Pero todo empezó en 1992 cuando llegó a la presidencia Sixto Durán y “todo quería vender”, desde la electricidad, el petróleo y hasta el agua.
“Es decir, en privilegiados sectores de Quito y Guayaquil se concentró la riqueza de todos mediante ley, como también mediante ley se legalizó la miseria; entonces, las opciones de esto que llaman progreso eran mínimas para mi familia, de hecho teníamos dos: La primera, que mis hijos abandonaran sus estudios y buscaran pronto alguna forma de trabajo para sobrevivir, aunque fuera sin ningún derecho laboral, sin seguridad social, formas de explotación que hoy abundan en el Ecuador; y la otra era emigrar”, apuntó.
Se decidió por la última y partió hacia Europa luego de juntar recursos para el boleto de avión y las primeras necesidades en Bruselas, uno de los puntos de emigración de los ecuatorianos, aunque la mayor parte se dirige a España, luego a Estados Unidos e Italia, para ser los tres destinos principales.
De España, de acuerdo a diversos reportes, compite con los marroquíes por el primer sitio en cuanto a extranjeros, debido en parte a que no existe la barrera del idioma, mientras quienes llegan a Bélgica deben aprender lo básico del francés, lengua prevaleciente en ese país, y aunque pudiera suponerse que no hay muchos de ellos en ese suelo, en octubre de 2003 más de seis mil originarios de Ecuador se manifestaron en demanda de su regularización.
Teresa Narváez y sus hijos son originarios de la localidad de Tulcán, fronteriza con Colombia, y donde al momento de su partida, en 1998, escaseaban las oportunidades.
“Al llegar a Bélgica todo para mi era extraño; su gente, su idioma, su avanzada tecnología que le está negada a pueblos como el mío. Al ver tanta magnificencia me preguntaba ¿cuál es la diferencia entre el primer mundo y el tercer mundo, si todos vivimos en un mismo mundo?”, relató en el marco de la Primera Cumbre de Comunidades Migrantes Latinoamericanas, celebrada en mayo de 2007 en Morelia.
Hoy forma parte de la Asociación Rumiñahui de su país, defensora de los derechos de quienes se ven obligados a abandonar su patria, y rechazó el injusto sistema inhumano y mercantil “en donde la riqueza del primer mundo se levanta con el trabajo y el dolor de los migrantes”.
Así mismo refirió en su testimonio que tras “medio aprender el francés” empezó a trabajar cuidando dos niños primero, luego a una anciana, con lo cual se sentía privilegiada, y es que, dijo, muchos ecuatorianos son víctimas de abuso y explotación de las autoridades belgas y algunos patrones, y se ven obligados a laborar en empleos de intendencia, agricultura, construcción y hasta en la prostitución, sin importar su grado de estudios; pero siempre en la clandestinidad, escondiéndose de la policía, ya que allá muy pocos ayudan con la legalización de documentos.
Y una parte de las ganancias, afirmó, las destinan al pago de deudas contraídas, en la mayoría de los casos, con usureros.

María Teresa Narváez Castillo abandonó Ecuador
rumbo a Bruselas, Bélgica
“Yo nunca entendí la división del mundo, ni el porqué de las fronteras, menos entendí el porqué de los papeles; siempre me manejé en el respeto a los demás hermanos, víctimas de una persecución diabólica por el sólo hecho de ser diferentes. Había nacido en el otro lado del planeta, pero sería más sencillo si todos pudiéramos vernos como habitantes del mundo, sin banderas, sin visas, sin líneas imaginarias, bajo una misma condición: la de ser humano.
“El migrar no es un delito, el migrar es un derecho, es una expresión de amor, es un compromiso con los tuyos, y ante una vida, también es una misión, esa fue la razón para mantenerme firme y digna como migrante, que hoy me impulsa a seguir luchando por los derechos de los viajeros de este mundo que Dios creó para todos”, subrayó María Teresa Narváez.
Por otro lado, leyó una carta enviada por su hijo Andrés, previo al Día de la Madre de 1998, cuando se encontraba en Bruselas. Una parte de la misma indica: “Es la primera vez que usted no está con nosotros, tantas veces, en la sencillez y humildad en que hemos vivido, festejamos su vida con lo que había y con lo que teníamos, a nuestra manera pero muy felices; ni un dólar puede comprar ni un segundo de esos inolvidables momentos, ni el dinero puede comprar la última serenata que le dimos en su honor; estuvimos los cuatro juntos y Santiago, mi hermano el menor, lloró con usted en un abrazo de infinito amor y respeto.
“En medio de nuestra pobreza fuimos muy felices, creo que la injusticia marcó desde su nacimiento a los pobres, al emigrar el precio que hemos pagado es muy alto, el de que usted se vaya tan lejos a buscar lo que aquí está negado y es imposible. Qué vacía y solitaria está la casa, ya no hay la luz de sus ojos que la iluminan”, refieren las palabras escritas de su vástago desde Quito hasta la capital de Bélgica, el 9 de mayo de 1998.
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